sábado, 31 de marzo de 2012

La poesía flagelante


Cierto día me dijo que a él le hubiera gustado escribir sobre la belleza del flagelante, sobre su imagen milenaria y los tigres de bengala que lo perseguían, sobre los ángeles perdidos que lo abandonaron en los siglos de práctica, sobre el clamor de todas las tardes de verano de todos los viernes santos de todos los siglos en Santo Tomás. Pero es un flagelante en desuso que escucha la tierra, que escucha a los hombres y a Dios, su Dios todopoderoso, por eso tiene un nombre, Manuel, una familia y por eso mismo, forma parte del mundo.

Él sabe que el que escribe tiene algo que decir, por ejemplo “La flagelación no es tortura, es un viaje sagrado por la sangre de Cristo”; o “El flagelante es tozudo, pero tiene algo de nosotros: quizá la religiosidad o la desmesura del ego”; o “Los tontos son otros, los que vienen a observar el movimiento epiléptico del ego flagelante; o “La flagelación es tan compleja, que lo que oculta el capirote, es ignorado”; o “El que rechaza la flagelación, simplemente no acepta este estado místico, otra manera de observar la realidad”; o “Flagelarse es una decisión tan suprema y sagrada como la consumación de la hostia”; o “Yo no me flagelo, pero al observar formo parte del rito”, igual el que sabe observar tiene algo que decir, porque sabe traducirle al sol su belleza, al mar su dolor o su risa, o a la brisa su tardía picardía.  Para él la palabra es sagrada, es como la hostia, no como una hostia. Su comunión con Dios es sin intermediarios, como lo hacían los primeros hombres, sin iglesias y sin la bastedad de las piedras, en la soledad del cuarto, lejos del mundo de las religiones, y la palabra sigue siendo el verbo del amor.

Manuel cree en la belleza, antes y después de la flagelación, antes y después del sufrimiento, antes y después del amor, antes y después de una apuesta de sol, porque la belleza resucita en la piel del penitente, en los ojos del tigre, o en la boca de la amada. La belleza, piensa, es la mano que armoniza la energía, aquella que al final moviliza la disciplina, los pies, el camino, la cruz, la piel herida por el instrumento de Dios, la poesía transpuesta por los siglos de belleza y olvido.

Para esta época la carne le tiembla y un deseo irremediable de regresar al campus de la calle de la Ciénaga le recorre el cuerpo, siente la embriaguez, la compulsión, la adicción. Todo se inicia otra vez en su mente, inexplicablemente, con la misma belleza del pasado, cuando se picaba, sin embargo el ya escribió el poema, libre, y consciente sabe que no puede reescribirlo porque corre el riesgo de destruir la original belleza. Ahora sólo escucha la tierra, y a su Dios, y observa el mundo, extrae la belleza y aprende. De ella vive.




sábado, 24 de marzo de 2012

AQUÍ VIENE EL FLAGELANTE


Son las nueve de la mañana. Estoy acomodado en un taburete, en la casa de los Crecientes, lugar donde se domina visualmente todo el marco de la plaza. A esta hora comienzan a llegar los visitantes, a quienes veo pasar con su carga doméstica, caras largas y espaciosas. En este desfile de gentes hay niños, adultos mayores y jóvenes, mujeres de todas las edades y jovencitas dispuestas a soportar la soledad del sol de la mañana.

Vienen de todas las ciudades y pueblos del departamento del Atlántico, incluso de otros departamentos de Colombia. Entre los visitantes distingo a uno con cara de penitente, a quien sigo sin causar ninguna sospecha. La vigilancia comienza en la plaza principal del pueblo y continua por toda la calle de La Ciénaga hasta verlo culminar su manda.

Le pregunto por su nombre, me contesta que se llama Pedro Juan, así simplemente. Me informa que viene de Baranoa y con gesto de apariencia despreocupado se coloca el capirote o capucha que cubrirá su rostro mientras realiza el doloroso recorrido por “la calle de la amargura.”  Su rostro adusto, manifiesta en los relieves de la frente, un signo de preocupación. Le pregunto si está nervioso y sólo me responde  con un movimiento de cabeza afirmativo. El entorno está envuelto en un valle de silencio.

Observo a mi alrededor la aridez del Caño de las Palomas, sitio de dónde parten los flagelantes y otros mandantes; los rayos del sol hacen su fiesta en los cuerpos intrépidos que se atreven a desafiarlo, en especial en estos hombres y mujeres que se revientan la espalda por cumplir una manda. Aquí se paga la manda por dos razones: cumplirla por el favor recibido del Señor, o por la espera de un favor en el tiempo futuro, una especie de pago adelantado, acto de confianza, que es fortificado por la fe del creyente. “No importa, que no se cumpla,” me dijo hace años un penitente del patio. Entonces qué los mueve, le pregunté. “Nada más y nada menos que la fe” - contestó.

Santo Tomás en este marco del sufrimiento santo, es un lugar estigmatizado por la opinión pública, por la prensa regional, nacional e internacional. Mal que bien, sigue siendo a pesar de todo esto, un lugar de visita para muchos forasteros, que seguramente llegan a este lugar saturados por las expectativas, o por el aburrimiento que los circunda en vida, o tal vez por la aventura existencial de encontrase con algo que sobrepase todos los límites esperados.

A esta altura de la pasión flagelante, Pedro Juan ha terminado de vestirse con el uniforme usual del penitente. Le insisto para que me diga por qué escogió a Santo Tomás para pagar su manda. Me mira exaltado y con tono autoritario me dice que Santo Tomás, es un lugar santo. “Mire a su alrededor, no solamente estoy yo, también está el nazareno y otras mandas.” Lo de lugar santo me impresiona porque yo, que tengo más de 40 años de vivir en esta población no he podido todavía distinguir la santidad por ningún punto de la geografía municipal. Intuyo entonces, que este hombre bajo el síndrome de la fe ha intentado esclarecer su situación religiosa, la personal, pero no la de Santo Tomás.

En silencio y con su séquito, Pedro Juan inicia el camino de su pasión. La disciplina, que es una especie de látigo castigador, con tres bolas de cera en la punta, también está lista, igual la cuchilla nueva de afeitar, con la que se cortan las partes bajas de la espalda, la región dorso lumbar, una vez que los golpes del látigo o disciplina las hayan dormido. La botella de ron blanco, su liquido, se usa para mitigar el dolor y limpiar la sangre que brota de las partes afectadas. 

Los primeros golpes del látigo hacen estragos en la humanidad del penitente. El  séquito le grita que se pegue más duro y más abajo del lugar de donde viene haciéndolo. Al comienzo, el ritmo es doloroso y rápido, luego se empezará a calmar y tomará el ritmo exigido. Cuando Pedro Juan llegue al ritmo máximo de su concentración,  ya habrá controlado el dolor y su angustia.

Observo, en efecto, que hay otros mandantes e incluso que hay niños que sin la conciencia de lo que hacen, cargan,  vestidos de nazarenos y descalzos, una cruz simbólica que tal vez les malogrará la vida en el futuro, porque de estos niños surgirán los resignados para toda  la vida y de ellos los flagelantes. En esta tierra calcinada por el sol, se cocinan las raíces que darán lugar a la continuidad de esta tradición y en este sentido, siempre habrá promeseros porque El Cristo de estos mandantes continuará salvando a alguien del dolor de alguna enfermedad “incurable,” o de la cárcel.

En el camino, me tropiezo con una mujer hermosa y robusta, que con una pollera gigante y emblemática, blanca y con varias crucecitas de color negro, pegada a la tela, recoge la sangre que van dejando los penitentes en el camino; la observo pero ella es indiferente a la mirada del incrédulo.

 Pedro Juan sigue castigándose en su ruta hacia la salvación. ¿Salvación de él o de algún familiar? Esto no lo tiene muy claro; sólo sabe que ofreció una manda de flagelante por alguna culpa contraída antes de su nacimiento, que  ahora tiene que cumplir. (“Es el pecado venial. Pero ahora no sé de qué me estoy salvando” – me dijo dos horas después de la flagelación.)

Le observo y un promontorio de carne comienza a formarse en su espalda. Alguno de sus acompañantes le dice que todavía no está maduro para picarlo. Otro le sugiere que debe golpearse con mayor fuerza. El paso de Pedro Juan es equilibrado y alrededor de él se congrega mucha gente que lo sigue sin espabilar. Su cuerpo está molido por los golpes de la disciplina, pero el sudor que brota de su piel, es un buen síntoma de bienestar.

Pedro Juan me confesó que desconocía el origen milenario de la manda, sin embargo, estaba convencido que no existía otra sobre la tierra que exigiera tanto sacrificio para una fe que no permitía flaquear en ningún momento. “Este dolor fortalece el alma, y el espíritu.” Este penitente también desconocía las corrientes de opinión enfrentadas en el municipio. La corriente vergonzante que no quería saber nada de los penitentes, integrada por los profesionales arribistas de la población, identificados con los titulares de prensa, y otro grupo que creía que la flagelación era una variante de la identidad cultural de los tomasinos, “porque ya había penitentes cuando nosotros nacimos”, me confesó un miembro de la Casa de la Cultura. “Aquí hay penitentes como en otros lugares hay San Benito Abad, Cerro de Monserrate, etc. ¡Aquí hay flagelantes y qué!”

Las cortaduras realizadas en la parte inferior de la espalda de Pedro Juan, hicieron que varias plumas de sangre se derramaran a cántaros. La tela blanca empezó a tomar un nuevo color, el rojo, color que desorbitó los ojos de varios espectadores o dibujó un rictus de asombro, dolor o rabia, que sé yo. “No sé qué sentí,” me dijo una joven extranjera, impresionada por la sangre; otra joven, más religiosa que la primera, me informó que sintió una especie de mareo santo, el inicio de un viaje extraño por la tierra”.

Esta experiencia periodística, nueva para mí, me resultó fascinante. Estaba en todo el centro del hecho periodístico, religioso o sociológico. Nada dependía de nosotros, la flagelación y el resto de las mandas, ejercían su tiranía sobre nosotros, especialmente sobre mí, que me moría de incredulidad. Todo el estado de la racionalidad occidental había abdicado para dar paso al misterio, para no poder dar cuenta explicativa de un fenómeno religioso que sobrepasaba la razón, la ciencia y la tecnología, es decir, algo que no había servido para nada, ni para redimir al hombre, ni para salvarlo de la pobreza material y espiritual. Para nada.

La calle de La Ciénaga estaba emplumada de gentes, parecía un río humano solo perturbado por las olas que levantaba la barca de los flagelantes. A lado y lado de la calle, los vecinos aprovechan el viernes santo para vender licor o dulces que, en última instancia, los ayudaba a  ganar más dinero para poder socorrer la aporreada economía doméstica.

En el trayecto de la manda se encuentran siete cruces para que los penitentes cumplan el ritual exigido: Los pasos, los rezos y los cortes de piel. Cuando Pedro Juan llegó a la última cruz, su juventud no lo salvó del deterioro físico. Aquí, en este lugar, funcionó la primera iglesia, según la memoria oral de los abuelos. Hecha en bajareque y hojas de palma dulce. “Pensé que no iba a llegar nunca,” me confesó el flagelante. En esos instantes, prácticamente media pollera estaba teñida de sangre, y sus pies que estaban cubiertos con una película de suciedad, buscaban afanados la tibieza de la tierra hecha calma para el alma.

El hombre se descubrió la cabeza y unos ojos tranquilos y crédulos le dieron brillo al rostro. Pidió una cerveza, “una sola cerveza” advirtió. Un silencio extraño en aquellas horas hizo su aparición. Un murmullo de voces lejanas se escuchó en el paradero que servía de cantina. Inmediatamente las voces recobraron su encanto y la voz de Pedro Juan se escuchó como un lamento: “La flagelación es una vaina dura, inrrecomendable.” Eran las doce del día.

En este tiempo de descanso físico, como cuando uno juega un partido de bola de trapo intenso, que no da respiro a ninguno de los jugadores, Pedro Juan me habló de su vida ordinaria, “que no era mejor ni peor que las demás vidas. Soy bachiller y hago de todo para sobrevivir, desde hacer mezcla para construir una casa hasta labrar la tierra. A veces, me mata el aburrimiento y voy de un lugar a otro del pueblo, intentando no morirme de hacer nada. Mi mujer me apoya, ella es más creyente que yo, de vez en cuando vamos a misa, cuando se muere un vecino o algún familiar de nosotros. Mi vida sigue siendo igual antes y veinticuatro horas después de pagar la manda. Lo extraordinario es la manda de flagelante. No puedo contarle lo que me pasa este día, a pesar de que llevo tres  de cinco años. Esto que siento es misterioso. Desde el lunes santo, la espalda y todo el cuerpo, comienzan a rascarme, a pedirme, más bien a exigirme que me pique."

De regreso, tomamos otra vía que también da acceso a la plaza. La crucifixión, que presentaba la Casa de la Cultura, estaba al rojo vivo. Miles de personas rodeaban la obra de teatro. Me acerqué hasta donde las gentes lo permitieron, con los rayos ardientes del sol del mediodía quemándome la cabeza. La pasión de la obra desbordaba los límites de lo real porque un policía que observaba la escena de la crucifixión, amenazaba con dispararle a los que impartían látigos a Jesús. Afortunadamente, el compañero que tenía al lado, rompió el hechizo y el pobre hombre pudo regresar a los límites de este mundo.

Regresé a casa cansado, dispuesto a rescribir lo que acababa de  experimentar en la calle de la Ciénega. Esta fenomenología es el resultado de la pasión del viernes. Estoy absolutamente seguro, que el año entrante, con algunas variantes, por supuesto,  el viernes santo será otra vez objeto del mismo guión de la película de siempre. Ojalá, como decía un amigo mío, Jesús no se deje atrapar otra vez.

Dejamos la plaza atrás y salimos en busca de un lugar tranquilo, que nos permitiera seguir hablando de la pasión del viernes. Eran las doce y media del día, el sol ya había hecho estragos en mi humanidad y yo solo quería seguir haciendo los averiguamientos para poder salir de esta oscuridad. Mientras distraído observaba el paso de la gente, Pedro Juan, desapareció de mi vista, no de mi vida, porque él se convertiría en el flagelante de todos los años del futuro.

Ya tranquilo en casa, si se puede hablar de tranquilidad en estos casos, la escritura de este trabajo lo obliga a uno a meditar y a intentar ser preciso frente al tema candente de los flagelantes. Entiende uno la necesidad de revisar la historia del fenómeno, sus implicaciones en la identidad cultural de los tomasinos, la necesidad de abrir una cátedra  que revise la historia cultural de la población y la importancia de incluir esta práctica en la vida religiosa del municipio, revisando factores culturales, políticos, sociales, económicos, antropológicos, sociológicos y teológicos que nos permitan transformar estas prácticas, de tal manera, que estos hombres y mujeres del país se sientan verdaderamente incluidos en la sociedad colombiana, así como están incluidos los arzobispos, los senadores y los presidentes de la república.

 

lunes, 19 de marzo de 2012

El penitente del otro mundo


Nadie lo ha visto, pero todos lo han visto en los sueños de la imaginación de los abuelos, con un capirote o capucha blanca y transparente que le cubría todo el rostro, y con el torso y la espalda completamente descubiertos, descalzo y con una pollera que le cubría también las caderas y las piernas. Sólo los pies volaban al aire libre y bajo un ritmo de tambora donde el fariseo molía la tierra a través del golpe de su alma.

Tal vez esta imagen mitológica tenga origen en los retazos de realidad por la que tanto se ha filtrado la leyenda y la cuentería del lugar; yo también recuerdo cuando mi madre Encarnación y mi abuela Juana, nos contaban, bajo la luz tenue de las velas, la hazaña del hombre que sobrevivió al asalto de media noche del penitente del otro mundo. El espectro venía dándose azote en las horas peligrosas de la noche cuando un tal Jacinto Fontalvo (así se llamaba el hombre), asomó su rostro por la calle de La Ciénaga. Cuando llegó a su casa, y reventó con sus cuatro pechos la puerta de la calle, la cabeza le creció tanto que le reventó la conciencia. Cuando recordó su voz era incoherente y tardó tanto tiempo en recobrar la lógica, que fue necesario traerle el cura para que exorcizara el tiempo de la mala hora.

Bajo esta impronta fantasmal crecimos todos los de mi generación y no sé si agradecerles a los abuelos por haber estado en contacto con esta conciencia mágica del mundo, donde el miedo y la incomprensión de la realidad permitió el origen de estas formas extrañas y graciosas de los gnomos, de los espíritus, de los genios de la noche, incluso de hadas que persisten todavía en salvarnos o asustarnos.

El hombre de la región, especialmente el tomito, bajo la influencia de un mundo en absoluto rural, creyendo en el poder de una fuerza superior a la suya y bajo los poderes ilimitados y perturbadores del miedo, no solo creó a Dios (creer es de alguna manera inventar otra vez a Dios), sino que creó a otras criaturas poderosas que bajo el terror de la oscuridad poblaron la tierra y lo dominaron.

Así fue cómo surgió el penitente del otro mundo y las costumbres mitológicas de la semana santa: prohibido trabajar los viernes santos si no se quería ver correr la sangre de Cristo en el agua que bañaba el cuerpo; o en la piel del árbol que cortábamos para alimentar el fuego del fogón de tierra; igual ocurría con la comida, desde el jueves se dejaba de cocinar la única carne posible de cocción: la del pescado, que se acompañaba de verduras frescas, yuca o bollos de yuca.

Pero ya nuestra imaginación estaba poblada de seres fantásticos: el jinete sin cabeza, la troja, el mundo de las brujas, el caballo del otro mundo. Cuando llegaba la semana santa, especialmente el viernes santos, todos estábamos predispuestos a la sacralidad de las horas, pero también a creer en los seres raros que poblaban el pequeño universo nuestro. Recuerdo que nadie podía abandonar la procesión del viernes santo, si no quería ser atacado por cualquier de estos seres extraños, en especial por el penitente del otro mundo.

Era un mundo complejo y muy sencillo, que admitía bajo la inocencia de la simplicidad, la irracionalidad de seres de otros mundos que lograban convivir con nosotros como si fueran seres de verdad, seres terrestres; no lográbamos verlos pero todos los presentíamos y los percibíamos de carnes y huesos; algunas veces nos hacían extrañas señas y en otras nos tocaban el hombro y desaparecían bajo el terror de cualquier noche de asombros y miedos profundos.

En alguna ocasión, mientras hacía una micción en el patio prehistórico de la casa de los abuelos, una figura fantasmal parecía llamarme insistentemente; no logré saber quién era, porque bajo la perturbación de mi imaginación, huí despavorido del lugar donde me encontraba. Fue la última vez que se me presentó la oportunidad de entrar en contacto con uno de esos seres fantásticos que poblaban el patio de los abuelos.

En otra ocasión, tendría algunos catorce años, me pareció oír el gemido de alguien o de algo en el mismo patio de los abuelos; busqué entre la penumbra del patio y observé el visaje de algo que se movió como una centella; al día siguiente, muy temprano (6 a.m.) busqué las huellas de la criatura y no había ninguna clase de señal en la tierra arenosa del patio, sólo un pedazo de tela transparente (parecía parte del capirote del penitente del otro mundo), enganchado en parte de la cerca que daba acceso a otro patio vecino. Estuve casi convencido del fenómeno por la fecha del acontecimiento: jueves santo. Sin embargo, el pedazo de tela solo no significaba nada. Así que sólo me quedé con el susto de la noche anterior.

No sé si esos seres fantásticos siguen poblando la imaginación, aunque tal vez sigan observándonos desde los lugares comunes de la tierra, desde los puntos menos imaginados del patio o el cuarto de la casa. De cualquier manera, siempre tengo un pie en el susto y otro en la curiosidad. Seguramente cuando el penitente del otro mundo me logre saludar, yo estaré dispuesto a correr o a saludarlo como cuando saludo a mi peor enemigo.

Pedro Conrado Cúdriz, Miembro del centro de memoria de Santo Tomás, Atlántico.