El oficio de no escribir
Uno de los poemas más célebres
de Jaime Gil de Biedma, el gran poeta catalán que escribía en castellano, se
titula “De Vita Beata”. En uno de los versos sobre la vida ideal y serena con
la que sueña, se equipara la escritura con el sufrimiento y también con la
molestia de pagar las cuentas. El poema es breve y dice así:
En un viejo país ineficiente
algo así como España entre dos guerras
civiles, en un pueblo junto al mar,
poseer una casa y poca hacienda
y memoria ninguna. No leer,
no sufrir, no escribir, no pagar cuentas,
y vivir como un noble arruinado
entre las ruinas de mi inteligencia.
algo así como España entre dos guerras
civiles, en un pueblo junto al mar,
poseer una casa y poca hacienda
y memoria ninguna. No leer,
no sufrir, no escribir, no pagar cuentas,
y vivir como un noble arruinado
entre las ruinas de mi inteligencia.
Todos hemos escrito a veces
con un placer gozoso, e incluso hay escritores que dicen haber escrito siempre
en ese estado de placentera beatitud. Pero escribir a diario, siguiendo el
viejo precepto de Nulladies sine linea, ni un día sin una línea, puede ser
también una tortura, un esfuerzo superior a nuestras fuerzas, y una frustración
cotidiana cuando los resultados no se compadecen con nuestro esfuerzo ni con
nuestras expectativas. Yo opino que hay dos tipos de escritura, y que una de
ellas nos lleva, más que la otra, a la angustia y al desaliento, cuando no al
conocido bloqueo del escritor, o incluso peor, al abandono de la profesión, o
incluso un poco más allá, hacia el abismo, como diré luego. Intentaré
explicarme.
La gran disyuntiva de nuestra
profesión consiste en escribir con un propósito o sin ningún propósito, con un plan
o sin un plan, con una idea clara o sin tener ni idea, con una meta trazada de
antemano (y que por lo tanto podemos saber si la alcanzamos o no) o sin ninguna
meta conocida, haciendo camino al andar, como en los archifamosos versos de
Machado. La conocida angustia del escritor frente a la página en blanco es la
misma angustia de un místico que no oye o que no siente la presencia de Dios.
Aguza la vista y el oído, pero no percibe ningún signo que llegue del más allá.
La página está en blanco y el Espíritu Santo, las Musas, el Ser, lo que sea,
nadie nos dicta nada. La quietud y el bloqueo ante la página en blanco, en
realidad, es sordera: no es que nadie nos dicte palabras al oído, sino que no
las oímos. Sentarse a escribir sin ninguna idea, sin un objetivo claro, sin una
meta, produce un tipo de escritor más angustiado. Otra cosa es saber lo que se
hará, incluso antes de sentarse frente a la hoja
en blanco: la escritura dirigida a un fin, la escritura instrumental. Quiero
explicar la complejidad del número Pi. O bien me dirijo al gobierno de la
ciudad para pedirle que corten o que no corten el árbol que hay al frente de mi
casa; para pedirle que arreglen la acera o recojan la basura, o para denunciar
a un vecino que hace ruido o que expende drogas. O una amiga ha perdido a su
único hijo: debo escribirle una carta de condolencias; es una querida amiga,
estamos sufriendo sinceramente por su dolor y queremos que ella entienda que
nuestra solidaridad es sentida y franca. En estos últimos casos no hay angustia
frente a la página en blanco. Si mucho hay esfuerzo por traducir al lenguaje
unos pensamientos específicos que ya están listos en nuestra cabeza. El trabajo
consiste en encontrar las palabras precisas y en combinarlas de una manera
adecuada que consiga transmitirle al otro, un lector concreto, lo que está en
nuestra mente: ser claro al explicar lo complejo del número Pi; convencer al
funcionario de que actúe de determinada manera, hacerle saber a la amiga lo que
realmente sentimos y, de ser posible, generarle algún consuelo con las
palabras. Si el municipio resuelve cortar el árbol, o no cortarlo, según
nuestros deseos, sabemos que nuestra escritura ha sido exitosa, que hemos
cumplido o hemos fracasado.
Pero otras veces nos sentamos
a escribir sin saber qué historia vamos a contar. Hay una cosa abstracta con
una cierta forma que se llama cuento o novela o poema, y a esa cosa abstracta
aspiramos: aspiramos a que las palabras se conviertan en un cuento o en una
novela o en una poesía. En este caso es como quien empieza a comer sin apetito
(más aún: ¡sin comida!), y por el mismo arrastre del pensamiento, por el solo
acto de masticar aire o de escribir sin ganas, se va entusiasmando y sigue y
sigue hasta sentirse lleno. Si tiene suerte, a alguna parte llega. “Yo no
busco, encuentro”, decía Picasso. Se traza una línea sobre el lienzo o sobre el
papel y esa línea me lleva a otra que empieza a adquirir forma de algo. De
repente vemos que vamos hacia un caballo, y el caballo se va formando no porque
tuviéramos el plan de dibujar un caballo, sino porque las primeras líneas
casuales me llevaron al caballo. Una cosa es el pintor que se planta frene a un
paisaje y lo pinta, y otra el pintor que en un taller se para frente a un
lienzo sin saber lo que hará y simplemente unta el pincel con el color de un
óleo y lo apoya sobre la tela. Hay que escribir una primera letra, A, B o C, o
una primera frase. Así se puede empezar escribir cualquier cosa, y quizá lo mejor
sea comenzar del modo más convencional.
Uno de mis más amados héroes
literarios es un perro. No es un perro andaluz ni catalán, sino gringo. Se
llama Snoopy y es el perro de Charlie Brown, el de las tiras cómicas de
Peanuts, que en Colombia eran conocidas como los cómics de Carlitos. No voy a
hacer ahora, al estilo de Umberto Eco, una fenomenología semiótico retórica de
las estrategias narratológicas de Snoopy. Me voy a limitar a uno de los
hallazgos más graciosos y duraderos de Charles M. Schulz, su creador. El 12 de
julio de 1965 Snoopy se sentó ante su máquina de escribir mecánica puesta
encima del techo de su perrera de tablas, y empezó a escribir la novela
extraordinaria que lo volvería famoso hasta el final de la Historia:
It was a dark
and stormy night.
Era una noche oscura y tempestuosa.
Era una noche oscura y tempestuosa.
Según parece, esta es una
frase tomada de una no muy buena y sí muy florida novela victoriana escrita por
el barón Edward Lytton, en 1830. Este origen no importa mucho. Lo importante es
que “Era una noche oscura y tempestuosa” ha pasado a ser, para muchos, el
emblema perfecto de la dificultad de escribir y, más aún, del bloqueo de un
escritor. Snoopy quiere escribir “The Great American Novel”, la Gran Novela
Americana. Incluso hace un intento, la manda a una editorial, y un redactor le
contesta entusiasmado haciéndole el siguiente elogio: “Your novel has a
veryexcitingbeginning”. Su novela tiene un comienzo apasionante.
El caso es que una y otra vez,
a lo largo de los años, Snoopy se sienta en el techo de su perrera y empieza de
nuevo la Gran Novela que escribirá algún día: “Era una noche oscura y
tempestuosa”. A veces improvisa variaciones: “Era una hermosa mañana de
primavera”, “Era un perrito oscuro y tempestuoso”, “Era un joven oscuro y
tempestuoso”, “Era una tarde oscura y tempestuosa”, “Era un tempestuoso y
oscuro mediodía”… A continuación arranca el papel de la máquina de escribir, lo
arruga y aprieta con los dedos, y lo tira hacia atrás, al suelo, donde hay ya
una constelación de papeles descartados. Como usted, como yo, como cualquier
novelista, Snoopy no sabe bien cómo empezar, y la mayor parte de lo que escribe
va a dar a la basura.
Todo novelista, todo poeta, es
consciente de la importancia que tiene en un libro la primera frase, el primer
verso. Incluso Dios sabe muy bien que uno no puede empezar un libro sagrado con
cualquier versículo: En el principio era el Verbo. Y compitiendo con Dios todos
los escritores nos esmeramos en producir, quisiéramos inventar, un principio
memorable y prodigioso: Nel mezzo del cammin di nostra vita. Cuando me paro a
contemplar mi estado. En un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero
acordarme. Call me Ishmael. Los matrimonios felices se parecen todos; los
infelices lo son cada uno a su manera. Al despertar Gregorio Samsa una mañana,
tras un sueño intranquilo, encontróse en su cama convertido en un monstruoso
insecto. Por mucho tiempo he estado acostándome temprano. Mi infancia son
recuerdos de un patio de Sevilla. Hoy ha muerto mamá. O quizás ayer. No lo sé.
Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo.
Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano
Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a
conocer el hielo. ¿En qué momento se jodió el Perú? No he querido saber, pero
he sabido…
Todos estos son principios
justamente célebres de poemas, de novelas, de Evangelios. Pero si uno no es
Dios, ni Kafka, ni Tolstoi, hay que empezar de alguna manera. Así sea diciendo:
Era una noche oscura y tempestuosa. O bien, fingiéndonos más originales: “Era
una límpida y hermosa mañana de primavera.” Y seguir, con el impulso: Los
pájaros cantaban en los árboles. De repente se oyó el graznido inusual de un
ave desconocida; un graznido que jamás se había oído por allí. Snoopy se
sobresaltó, quitó la vista del libro que estaba leyendo y buscó con los ojos el
origen de aquel graznido espantoso. Entonces lo vio, parado en la rama más alta
del palo de mango. Era un ….” Y según lo que sea, según lo que Snoopy se
imagine o decida que esa cosa parada en el árbol sea, la historia se formará de
una o de otra manera, tomará un rumbo realista o fantástico, mágico o habitual:
si era un ángel, o un caballo, o una lora, o una mujer desnuda, o un ave Fénix,
o un platillo volador, o un aparato con un sonido grabado, la historia tomará
uno u otro rumbo diferente.
A muchos escritores les gusta
escribir así, sin una meta trazada de antemano, sin un plan. Otros, en cambio,
por algún motivo de talante o carácter, prefieren una escritura más parecida a
la escritura con un fin determinado: saben exactamente desde el principio qué
es lo que quieren contar, casi como el traductor, que sabe de antemano qué va a
traducir, y cuántas páginas durará su travesía. Primero han elaborado un plan,
un plano en su cabeza, una historia completa: irán delineando unos personajes y
una trama, antes siquiera de poner una sola palabra en el papel; sabrán lo que
sucede al final y lo que en cada capítulo va a acontecer. Saben la edad de los
personajes, su estado civil, sus enfermedades, su posición social, sus ingresos
mensuales, el nombre de sus hijos, el tamaño de su casa, el barrio en el que
vive, su religión, todo. Cuando todo se sabe de antemano, escribir una novela
se parece al oficio de traducirla: el traductor traduce de un papel ya escrito,
el escritor traduce de un mapa mental completo y, como el traductor, va
escogiendo las palabras. Casi como escribir una carta de negocios, o un alegato
jurídico, solo que en una prosa más literaria.
La escritura argumentativa
(las columnas de opinión para la prensa, de las que muchos vivimos) es también
de este tipo: hay una tesis política, hay un hecho, y tenemos una opinión
determinada, unos argumentos, queremos sentar una posición. Se trata de hallar
ejemplos, silogismos, entimemas, y demostrar nuestro punto de vista.
La palabra poética, en cambio,
se parece más a la escritura del otro tipo, a la escritura sin un claro
propósito. Yo me la represento siempre como si el poeta fuera un aparato
altamente sensible, como un radar que buscara captar señales de vida de otra galaxia,
o mejor, de un modo más realista, como un sismógrafo. El poeta está quieto, en
silencio, o caminando, o en medio de una gran algarabía, pero siempre con el
sensor encendido. De repente algo empieza a vibrar en el sismógrafo: estoy en
Antioquia pero percibo un gran terremoto en la China; es una vibración
levísima, imperceptible para cualquier ser humano, menos para mí, que trazo en
el papel unas líneas inhabituales que dicen: “terremoto en la provincia de
Sichuan”. El poeta percibe en el fondo de su mente las vibraciones más tenues
de la realidad humana y así como el sismógrafo traza en el papel unas líneas
significativas, así el poeta traduce a las palabras su oscura, lejana, leve
percepción. El poeta mira, siente, percibe y escribe: pueden ser unos versos
muy sencillos, como estos de Robert Frost:
Some say the
world will end in fire,
Some say in ice.
From what I’ve tasted of desire
I hold with those who favor fire.
But if I had to perish twice,
I think I know enough of hate
To say that for destruction ice
Is also great
And would suffice.
Some say in ice.
From what I’ve tasted of desire
I hold with those who favor fire.
But if I had to perish twice,
I think I know enough of hate
To say that for destruction ice
Is also great
And would suffice.
O estos otros de Santa Teresa:
Mira que el amor es fuerte,
Vida, no me seas molesta,
Mira que sólo te resta,
Para ganarte, perderte;
Venga ya la dulce muerte,
Venga el morir muy ligero,
Que muero porque no muero.
Vida, no me seas molesta,
Mira que sólo te resta,
Para ganarte, perderte;
Venga ya la dulce muerte,
Venga el morir muy ligero,
Que muero porque no muero.
¿De dónde pueden haber salido
esas palabras? Espontáneas no son: hay que tener lecturas y algún conocimiento
de métrica, de ritmo y de prosodia: pero eso es simplemente acomodar las
señales del sismógrafo a una especie de alfabeto que se llama lenguaje poético:
el alfabeto poético está hecho de ritmos, de sonidos, de repeticiones. Como el
músico oye un tema musical antes de oírlo, así el poeta percibe un tema poético
antes de traducirlo a las palabras. Un tema que está hecho de ideas y sonidos.
Cuando uno se plantea la
escritura, incluso la escritura en prosa, de este modo más poético, a la manera
del sismógrafo que espera registrar algo que no se sabe, pero que en algún
momento se percibirá en alguna parte del mundo, la vida puede ser muy
angustiosa. Por eso, cuando envié mi propuesta de esta charla, la planteé de la
siguiente forma: “escribir angustia tanto que todo puede terminar muy mal, en
un hotel de mala muerte en Turín o en cualquier otro sitio. Como al escribir
nos enfrentamos con lo más hondo, con lo más sucio y lo más limpio del yo,
puede decirse que el de escribir es un oficio tan peligroso como el de un
desarmador de bombas.” Voy a tratar de explicar por qué el oficio de escribir
es peligroso.
Se dice, con más razón que
sorna, que el único riesgo profesional de los poetas es el suicidio. No sé si
hay estadísticas, pero tengo la impresión de que los escritores se suicidan
más, proporcionalmente, que los mortales de otras profesiones. Si hago un censo
mental, muchos nombres se me vienen a la mente, desde la antigüedad hasta hoy,
mujeres y hombres: Safo, Lucrecio, Séneca, José Asunción Silva, Mariano José de
Larra, Virginia Woolf, Salgari, Trakl, Leopoldo Lugones, Mishima, Alejandra
Pizarnik, Hemingway, Sylvia Plath, María Mercedes Carranza, SándorMárai…
Ustedes seguramente conocerán el nombre de algún poeta o novelista neerlandés
que yo no he leído, estoy seguro de que existe. Yo les doy el de un antioqueño:
Camilo A. Echeverri. Hace un par de años, la gran promesa de la narrativa
estadounidense, David Foster Wallace, fue hallado ahorcado en el garaje de su
casa: un novelista de 48 años, muy sensible y muy inteligente, que ya en otras
ocasiones había pedido que lo protegieran de su propia pulsión de quitarse la
vida.
Primo Levi le dedica el sexto
capítulo de Los hundidos y los salvados al suicidio de Jean Améry, ese escritor
austríaco que se puso un nombre afrancesado, pues por odio a Alemania odiaba
también el sonido de su nombre alemán (Hans Mayer, y Améry es el anagrama de
Mayer). Dice Levi que “su suicidio, como todos, admite una nebulosa de
explicaciones”. Esa misma nebulosa se ha empleado después para tratar de
explicar el suicidio del mismo Levi, llevado a cabo -al parecer- más para
evadir la enfermedad que para huir de las pesadillas memoriosas de Auschwitz.
Ocurrió en 1987, aunque con la ambigüedad que muchos suicidas prefieren, de
modo que las familias puedan aferrarse a la duda de un accidente: se precipitó
por el hueco de las escaleras del edificio donde vivía, en el barrio de la
Crocetta, en Turín, sin dejar carta de despedida ni dar antes noticia de sus
intenciones.
No hace mucho se celebró el
centenario del nacimiento de Cesare Pavese, otro homicida de sí mismo, en la
misma ciudad del norte de Italia. Esto me llevó a releer páginas de su diario.
Ahí, al final, y poco antes de que se matara, dejó escrito: “Los suicidas son
homicidas tímidos. Masoquismo en vez de sadismo.” Maupassant (que se murió de
enfermo un año después de intentar suicidarse) lo definió de un modo casi
inverso: “El suicidio es el sublime valor de los vencidos.” La última entrada
del diario de Pavese, el 18 de agosto, me ha dado siempre escalofrío: “Sin
palabras. Un gesto. No volveré a escribir.” Y diez días después, el 27 de
agosto, se encerró en un cuartico de hotel de mala muerte, el Hotel Roma de
Turín, donde se tomó un frasco de barbitúricos y dejó escritas todavía un par
de frases más: «Perdono tutti e a tuttichiedo perdono. Va bene? Non
fatetroppipettegolezzi.» “A todos les perdono y a todos pido perdón. ¿Está
bien? No hagan muchos chismes”. Y por supuesto el chismoseo empezó de
inmediato: la causa de su suicidio, dijeron los más, era la impotencia. A los
impotentes literarios les encanta la impotencia sexual de los escritores.
Cuando no explican por ella el suicidio, por ella explican la dedicación a las
letras. Por la impotencia han querido explicar la grandeza literaria de Borges,
como una compensación freudiana, pues a un argentino, necesariamente, hay que
darle una explicación freudiana.
Pavese murió en la soledad de
un cuarto de hotel, pero hay escritores a los que no les gusta suicidarse
solos. Heinrich von Kleist cambió varias veces de novia hasta que al fin una,
HenrrietteVogel, aceptó quitarse la vida con él, a orillas del lago Wannsee,
cerca de Berlín. El lugar del suicidio de esta pareja es hoy un sitio de
peregrinación. Se trata de un ricón apacible, bucólico, como si los románticos
escogieran con gusto incluso el sitio de su muerte. Otros suicidas en compañía
fueron Arthur Koestler y Stefan Zweig. El primero se quitó la vida en un pacto
suicida con su tercera esposa, Cynthia Jefferies. También Zweig lo hizo con su
esposa, LotteAltmann, en Persépolis, Brasil, donde se había refugiado a raíz de
las persecuciones a los judíos durante la segunda guerra mundial. El suicidio
de Koestler, otro judío perseguido por los nazis, obedeció más a sus
convicciones a favor de la eutanasia: estaba enfermo de Parkinson y leucemia.
Lo raro es que su esposa estaba sana como una manzana.
Albert Camus, que murió en un
accidente sin visos de suicidio (aunque hay quien diga que fue un asesinato de
los servicios secretos soviéticos), dejó escrito lo siguiente al principio de
El mito de Sísifo: “No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio:
el suicidio. Juzgar si la vida vale o no la pena de que se la viva es responder
a la pregunta fundamental de la filosofía.”
Algunos escritores, más que
cartas, dejan libros completos sobre su ánimo suicida. Henri Roorda van
Eysinga, un escritor suizo no muy leído hoy en día, y es una lástima, terminó
su último ensayo Mi suicidio, poco antes de pegarse un tiro en el corazón, a
los 55 años, en 1925, y después de una vida dedicada al humor y a la defensa de
la educación libertaria. Allí, en Mi suicidio dejó escrito: “Amo enormemente la
vida. Pero para gozar el espectáculo hay que ocupar una buena butaca, y en la
tierra la mayoría de las butacas son malas.” Antes de quitarse la vida, Jean
Améry escribió también un libro extraordinario sobre el suicidio (Levantar la
mano sobre uno mismo) donde explica que la primera lógica de la que escapa el
suicida es la del axioma que está a la base del comportamiento vitalista de
casi todos los entusiastas: “la vida es el bien supremo”. Si esto se niega, “la
vida no es el bien supremo”, o si no siempre lo es, o si en determinadas
circunstancias la vida es lo contrario, un gran peso y un gran mal, se
entenderá mejor el salto que dan, que deben dar, los suicidas. Su mundo no es
nuestro mundo. Así lo dijo Wittgenstein (un suicida de los que no se matan,
también hay muchos de estos) en uno de sus aforismos: “El mundo de quien es
feliz es otro distinto al mundo del que es infeliz.” El suicida, al darse una
muerte libre, voluntaria, quiere hacer cesar ese mundo para él infeliz.
Por no entender este
pensamiento elemental (que a veces la vida no es buena) los estados y las
religiones han perseguido durante mucho tiempo el suicidio, calificándolo de
delito y de pecado. En algunos países, incluso, se llegaba al absurdo de
castigar el suicidio con la pena de muerte. Toman el cuerpo exánime del
suicida, lo cuelgan y lo exponen al escarnio público, para que aprendan. De
alguna manera la Iglesia, al prohibir que los suicidas fueran “enterrados en
sagrado”, castigaba con la pena del destierro (del cementerio) a los suicidas,
considerados como “discípulos de Judas”. En Colombia, algunas mentes abiertas,
hace ya más de un siglo, fundaron un cementerio para ateos, masones y suicidas,
El Cementerio Libre de Circasia. Por valientes como ellos, y para no perder
clientes en sus ceremonias de entierro (los ritos de paso son una de sus
mayores fuentes de ingreso), la posición de la Iglesia Católica se ha vuelto
más compasiva.
Hay quienes se matan
tranquilos, planeándolo muy bien; otros, en un arranque repentino de
autodestrucción. Unos sobrios, otros drogados. El poeta colombiano Juan Manuel
Roca desaconseja que nos matemos borrachos: “Es el problema del alcohol -dice-;
alguien puede suicidarse y al día siguiente no acordarse de nada.” Es un
chiste, pero podría no serlo. Un gran experto inglés en suicidios literarios,
A. Alvarez, intentó suicidarse, borracho, una noche de Navidad, después de una
terrible disputa con su mujer. Se despertó tres días después sin acordarse de
nada, pero con la sensación de que ya sería para siempre un suicida frustrado.
A veces el intento serio de suicidarse una vez, quita para siempre las ganas de
suicidarse, no sé por qué. También él escribió un estudio estupendo sobre el
suicidio: El dios salvaje.
Creo que la raza de los
escritores suicidas, pero indecisos, se han inventado otro tipo de estrategia
para no matarse, y para ni siquiera intentarlo. Me refiero a los escritores
que, en vez de dar el salto, trasladan el propio suicidio a sus personajes. Así
hizo Shakespeare con Ofelia, Romeo y Julieta, Goethe con el joven Werther,
Tolstói con Anna, Flaubert con Madame Bovary y Schnitzler con el subteniente
Gustl. Es raro, pero si uno suicida a alguien en un libro, se experimenta una
muerte que de alguna manera sacia la ansiedad por la propia muerte. Lo sé por experiencia
propia. En su teoría de los ex – futuros Unamuno habla de esto. Werther, dijo
Unamuno, es el ex futuro suicida de Goethe.
Otros, en cambio, se despiden
con ira. Me gusta la furia final de Chatterton: “Adiós, Bristol, inmunda ciudad
de ladrillos. / Amantes de la riqueza, adoradores del engaño.” Piensa uno en
los ladrillos de nuestras ciudades, y lo entiende. Supongo que si el cuerpo no
tiene el buen gusto de morirse a tiempo, uno tiene el deber ineludible de
matarse.
Mientras llega ese último
instante de lucidez en las tinieblas, habrá que seguir viviendo. Sí, viviendo,
aunque tal vez con el mismo sentimiento de culpa que escribió una vez Thomas
Bernhard en sus memorias: “Nada he admirado más durante toda mi vida que a los
suicidas. Me aventajan en todo, yo no valgo nada y me agarro a la vida, aunque
sea tan horrible y mediocre, tan repulsiva y vil, tan mezquina y abyecta. En
lugar de matarme, acepto toda clase de compromisos repugnantes, hago causa
común con todos y cada uno, y me refugio en la falta de carácter como en una
piel nauseabunda pero cálida, ¡en una supervivencia lastimosa! Me desprecio por
seguir viviendo.”
¿Por qué es tan peligroso el
oficio de escribir? El bloqueo, la sordera sideral, es una de las
explicaciones. Juan Rulfo nunca se suicidó, pero sí se alcoholizó. Durante años
estuvo diciendo que estaba a punto de terminar su segunda novela, La
Cordillera. ¿Por qué todo el mundo tenía que exigirle que escribiera otra
novela? ¿No era suficiente con Pedro Páramo? ¿Por qué tiene que sonarle a uno
la flauta más de una vez en la vida? ¿Para vivir, para ganar dinero, para que
las editoriales ganen dinero? Hugo von Hoffmannsthal, en su famosa Carta de
lord Chandos, explica por qué renuncia a escribir. La realidad es inefable,
dice, y se va a dedicar a contemplarla en silencio. Si a los escritores,
después de haber escrito algo, nos dejaran en paz, podríamos dedicarnos a
contemplar en silencio la realidad, que es muda, o que ya no nos habla a
nosotros. Y aunque ya no nos hable, podríamos seguir viviendo hasta morirnos,
sin tener que matarnos antes de tiempo o sin decir la mentira de que estamos a
punto de terminar una interesante novela que se llamará La Oculta.
La presión es mucha; la ajena,
pero sobre todo la propia, esa lápida que nos ponemos sobre la nuca al escoger
este oficio. Hay que seguir escribiendo. O no escribir, y matarnos. O no
matarnos, ni escribir, sino irnos a vivir a una cabaña en las montañas o en un
pueblo junto al mar. O fingir que escribimos. Tal vez esta sea la mejor solución.
O escribir, aunque sea mal; lo que uno simplemente debe hacer es coger una
página en blanco, apoyar encima el bolígrafo, y empezar: Era una noche oscura y
tempestuosa.
Conferencia en
el Instituto Cervantes de Utrecht, Holanda. Enero de 2011.