La calle
La calle es tan larga como la cola
del río, arquitectura de un sueño que se repite en la vieja conquista del mundo;
en ella miles de seres vivos disfrutan el tiempo, mientras la vida transcurre
levemente sin el polvo de martes, y los hombres caminan de visita en la
variedad de un paisaje que se perfila eterno, imborrable y colorido como un
arco iris celeste. Es larga, pero se bifurca al desdoblarse en callejón. Y soporta
las almas que se cruzan de un horizonte a otro, porque sabe que sin ellas poco
podría hablarse de vida, de pueblo, o de ciudad. Se visita y se conversa, y se
realizan las compras del mañana y luego se construyen las pequeñas utopías
locas del hombre del barrio, aquellas que hacen soportable la mañana o la
tarde, o todo el día. Enamorarse es como viajar en un barco perdido del tiempo,
en uno que cruzará el océano de la noche y morirá bajo la magia eterna de las
estrellas de cualquiera calle. Alguna tarde, estoy seguro, veremos cruzar el
desfile de la muerte, mientras el ataúd comanda la salida; es una imagen
triste, pero tan necesaria como la algarabía y la melancólica ausencia del
lugareño. Así es la calle, el teatro de la existencia, el pedacito de luna roja
que alimenta la vía y nos permite soñar con otro día o con otra tarde absurda o
extraordinaria…