jueves, 29 de diciembre de 2011

La escritura, los profesores y la escuela

                 
“… a los 21 años un joven de hoy ha pasado tres veces más tiempo en juegos virtuales que leyendo.” “… Nuestros hijos son parte de una época de hiperinformación y sobredosis de cambios en la cual lo sabemos todo y recordamos nada.” Cecilia Rodríguez)
“No voy a generalizar. De 30 (estudiantes), tres se acercaron y dos más hicieron su mejor esfuerzo. Veinticinco muchachos en sus 20 años no pudieron, en cuatro meses, escribir el resumen de una obra en un párrafo atildado, entregarlo en el plazo pactado y usar un número de palabras limitado, que varió de un ejercicio a otro.” (Camilo Jiménez, El Tiempo)
“Pero no nos hemos puesto a pensar en serio sobre sus causas y soluciones. ¿Por qué escriben mal los estudiantes universitarios colombianos? Fundamental porque no los han enseñado a escribir.” (Catalina González, El Espectador)
“El problema de los primitivos digitales es que saben usar los aparatos, pero aún no han descubierto cómo usarlos para ser mejores seres humanos.” (Javier Darío Restrepo, El Heraldo)
“Tras leer a Jiménez queda la sensación de que estamos ante una generación perdida…” (Iván Bernal Marín, El Heraldo)
“… Sé de un profesor de cine que ha renunciado a su cátedra en varias universidades por el bajo nivel de los alumnos, y la también profesora y comunicadora Ana Cristina Restrepo mencionaba en su columna de El Colombiano (14-12-11) que la mayoría de sus estudiantes no han ido más allá de la lectura obligada de Cien años de soledad en secundaria… son veinteañeros que se han leído un solo libro en su vida. Y son universitarios; no estamos hablando de albañiles.” (Saúl Hernández Bolívar, El Tiempo)
“Pero su perorata, su manifiesto apesadumbrado, dice más sobre los profesores que sobre los estudiantes.” (Alejandro Gaviria, El Espectador)
Las anteriores citas son de columnistas de prensa que han reaccionado al manifiesto del profesor de la Javeriana, Camilo Jiménez, a excepción  de Cecilia Rodríguez, que en un artículo en El Tiempo trató el tema de la influencia de la internet en la vida de la sociedad y por considerarlo importante, me atreví también a incluirlo.
Creo que no hay que buscar el muerto río arriba, sino analizar el sistema en el que está inscrita la escuela, que le sirve a un reducido grupo de ciudadanos privilegiados. El problema es que el profesor Jiménez era profesor de una universidad privada aventajada en el medio nacional, lo que obliga a colegir que la sal también se está pudriendo en el mundo de los ricos, o ellos también, en sus contextos de clase, tienen que realizar los esfuerzos pertinente para sobresalir en su universo de intereses particulares.
Y esto es grave, porque para estudiar en el exterior, donde se van los hijos de los ricos a realizar carreras pos-universitarias, es pertinente tener previamente una disciplina de estudio, que ayude al ciudadano a desempeñarse según los estándares internacionales. Y solo hoy nos estamos percatando que si por aquí llueve, por allá no escampa.
Y es muy fácil culpar a los profesores o a los estudiantes de la mediocridad de la escuela. El asunto es de más fondo, porque el sistema está diseñado para profesionalizar a los colombianos y no para prepararlos para los desafíos de la vida, lo cual podría traducirse en un mar de mediocridad política, que toca con sus aletas doradas la frágil formación de los ciudadanos. Entre menos sepan hacer las cosas los jóvenes, y menos información manejen, menos peligro correrá políticamente el establecimiento. Este ha sido siempre el pensamiento y la ideología de la egoísta clase dominante en el país.
El problema no es que no sepan escribir, el problema es que la escuela no lidera nada, ni su propia vida institucional. Porque los procesos de formación preuniversitarios del individuo perduran hasta los 16 o 17 años y este tiempo es estéril intelectualmente hablando.  No saben filosofía. Tampoco historia de Colombia. No leen espontáneamente sino bajo la presión escolar. No son buenos ciudadanos. No tienen bibliotecas en su casa y las públicas las usan para realizar las tareas académicas del día. No hablan inglés o francés. En fin, es imposible mantener una conversación con ellos por más de cinco minutos.
La culpa no es de ellos, sino del sistema, que ha seleccionado profesores desadaptados, burócratas de la tiza, que lo único que les importa es la paga. Desgraciadamente es la mayoría de los docentes, que sobreviven estancados en la mancha gigante de la mediocridad. Conozco a buenos profesores, que además de luchar contra la corriente terrible de la juventud estudiantil, tienen también que luchar contra el embravecido mar de la dudosa calidad de sus colegas. Hoy mismo escuché de boca de un jefe de núcleo las quejas contra sus colegas, porque están comprometidos con los problemas de calidad de la educación pública.
Pero la escuela no son solo los profesores y los estudiantes, también la familia tiene puesto su grano de arena en el problema. Sin bibliotecas en la casa y en el barrio y bajo la dictadura de la televisión (un televisor dura encendido en la casa más de 8 horas diarias), con padres semianalfabetos, los estudiantes crecen sin influencias inteligentes. No descarto el mal uso de la tecnología, reinventada para mejorar la comunicación humana; aparatos móviles que no saben manejar los padres de familia y sin embargo, terminan obsequiándoselos a los pequeños hijos, quienes bajo la gravedad de la moda, culminan convertidos en individuos “autistas.” Aislados del mundo social por la obsesión y la compulsión que inspira el pequeño aparato.
La escritura es un ejercicio social antes de culminar en la práctica individual, porque la sociedad toda, en los casos donde es necesaria, la usa para comunicarse habitualmente entre los individuos. Por ejemplo, las cartas de amor, eran un pan de cada día en el pasado; hoy no existen rastros de papel que sirvan de evidencia para que en el futuro, la pareja pueda recordar su idilio, tal como hizo Gabriel García Márquez y Mercedes Barcha, en su tiempo.
Y todavía hay algo más  importante: en estos tiempos de alto desarrollo tecnológico (léase la internet), la escritura es fundamental para poder interactuar con el que está del otro lado del mundo; la escritura es la huella mayor del cibernauta, la huella imborrable que delata la personalidad y la formación del interlocutor espacial. Claro que hoy, los cibernautas se han inventado ciertos códigos de comunicación, para camuflar su dificultad con la escritura.
Escribir requiere de dos ejercicios inseparables: la lectura y la escritura diaria, ejercicios esquivos en la escuela de hoy; aunque conozco casos aislados de profesores que están haciendo lo indispensable para mejorar estas habilidades entre sus estudiantes. Pero no es una política de la escuela toda. Creo, sin embargo, que es un problema de imaginación y voluntad de hacer las cosas bien. Con la prensa escrita se puede leer la historia contemporánea y hacer ficheros para comprender la historia de Colombia, o con libros de cuentos cortos, o poesía de bolsillo, se puede también contaminar del placer de la lectura a los alumnos, quienes al final, terminarán escribiendo actas, cartas, poesía, cuentos o ensayos.
La escritura es un desafío fundamental en la experiencia del joven, quien aprenderá a manejar la simpleza, el tiempo, la extensión, la claridad, la sintaxis, la soledad, la profundidad, y a descubrir su inconsciente y el placer que genera descubrirse así mismo. Porque escribir es desdoblarse en imágenes, palabras y oraciones ocultas. Cuando la mayoría de los profesores tengan esta experiencia, serán capaces de trasmitir el placer y la pasión por la lecto-escritura entre sus estudiantes.
Esto significa que la escuela debe cambiar culturalmente hablando, subvertir los valores y la mediocridad actual, encontrar un modelo que le permita construir un liderazgo ciudadano para permitirle a los estudiantes actuar con eficacia en el mundo donde conviven, y no sólo para escribir cartas de amor, también para saber elegir a sus gobernantes…
Pedro Conrado Cúdriz, creacionespeco2





viernes, 2 de septiembre de 2011

LA MAGIA DE LA BÚSQUEDA

 

Cuando estamos en la búsqueda de algo, tropezamos emocionados en el camino con cosas inesperadas que de alguna manera, sirven a los propósitos de lo que buscamos. Esos encuentros fortuitos con las cosas de la vida obedecen a la magia de un instante inolvidable y a la búsqueda incansable de objetos invisibles. Los abuelos, con el tino de la sabiduría del tiempo, dicen todavía que “quien busca encuentra.” Sólo ahora y solo hoy somos capaces de comprender lo mágico de esta sentencia, su simplicidad, pero también su compleja relación con la profundidad del camino.

                                                 

El encuentro con esas cosas aparentemente fortuitas y perdidas en la imaginación de un cajón o un closet, tiene relación con la voluntad y la paciencia de un sujeto prendido del misterio y del prurito de la búsqueda; individuo obsesivo y sabio que sabe que en el camino de la búsqueda están los premios y la excitación de la vida.

La búsqueda funciona con el acto mágico del encuentro, con esa posibilidad maravillosa del descubrimiento no intencional, o con el contacto directo con ese algo sustancial que aparece ante nuestros ojos fascinados y que nos obliga a exclamar: ¡Ah, pero esto también me sirve!

En esa búsqueda de todos los días, tropezamos con algo inusual, con un poema, o un artículo de prensa olvidado, o un libro perdido en la memoria de la biblioteca, mientras las circunstancias, los duendes y las cosas se ponen al servicio del milagro.

Buscar resulta entonces, un ejercicio placentero, un ritual que nos acostumbra a las polillas, al olor afiebrado de los libros y a los viejos artículos de prensa guardados con un celo desconocido; un ritual primitivo que ha permitido al hombre llegar a la luna, conquistar los espacios físicos,  incrementar su imaginación y fortalecer su voluntad de escribano y poeta de lo místico.

Buscar posibilita el encuentro con nosotros mismos, con nuestro espíritu y nuestros ojos, que son los espejos visibles de lo interno; buscar es más que una metáfora de la vida, buscar es el camino, el encuentro con la aldea perdida que se anida en la selva interior del ser, con el mundo que hemos estado buscando toda nuestra vida...

jueves, 11 de agosto de 2011

EL FILÓSOFO



Santo Tomás de Villanueva. Cualquiera en la ciudad lo tilda de loco, y cualquiera es todo el mundo. Pero se les olvida que detrás de esta máscara de orate reciente hay otra manera de ver el mundo, una sabiduría que ha logrado atravesar las paredes de los siglos.

Puede llamarse lucrecio. Ezequiel. O tirano. Pero quienes le buscan el verbo, no buscan su sabiduría, sino “picar” la culebra de su boca. La ciudad lo ignora y le importa un bledo la ingesta de la cicuta. Corren ríos de alcohol y actos de corrupción cada minuto, pero su figura tranquila y su voz de sabio lejano, se pierde en la algarabía de la cultura de masas.

Nadie sabe quién es quién en esta pequeña ciudad, o si lo sabe, apenas cree intuirlo. Él, Ezequiel, que decidió la soledad como compañía, se construyó una identidad, una imagen inapetente o incorregible, perdurable entre la frágil memoria light de la horda contemporánea.

El cree que el mundo ha sido siempre así, cruel, salvaje, indiferente, injusto. “El mundo siempre ha sido así”, le escucha uno decir entre la vocinglería de una ciudad sorda por el ruido, mientras la noche devora la tarde con sus dientes de dracula invisible. Y su filosofía de vida (“la vida siempre ha sido así”; “la vida es una misterio para todo el mundo”; ”el mundo está hecho”; “ donde hay campanas hay pobres”; “el mundo es para pensarlo”; “la vida es una orden”) la escucha el que la quiere escuchar. Pocos conciudadanos están atentos a sus palabras o a la sabiduría terca de los años que brota de sus labios.

Y verlo sentado, en acto contemplativo del mundo, mientras éste se desgañita las narices por cumplir las tareas laborales impuestas por los jefes, nos genera un sentimiento de envidia buena. Él terminó al fin y al cabo zafándose (“el mundo es así”), de lo que la mayoría de los individuos de la ciudad no han querido o no han podido separarse: de la pesada carga de las obligaciones impuestas por otros.

La ciudad, la pequeña ciudad de olvido y amores eternos, no puede vivir sin ellos aunque termine ignorándolos; sin embargo, su vida aunque no quieran reconocerla sus compañeros de viaje, le sirve de modelo y los confronta, los reta y los ayuda a reflexionar. Cuando este hombre, marcado por una suma de años que lo aproxima casi al siglo, con un estado físico parecido al de un toro de lidia, expresa que “la vida es un misterio para todo el mundo” no está haciendo otra cosa que recoger los frutos de una experiencia que ha validado lo inexplicable en la vida de los seres humanos, porque así como hay cosas lógicas hay otras que no son razonables porque escapan a la tradicional lógica de los análisis humanos.

En un instante, un ataúd recorre la cuadra y las campanas de la iglesia le anuncian a aquel micro mundo la muerte de un vecino. Como en una de las novelas de Ramón Molinares, exiliados en Lille, la muerte se conjuga con el misterio de la vida. El filosofo sentencia el misterio y sólo espera que el otro, el interlocutor del momento histórico vivido, comprenda la lógica de la vida y la hondura ilógica de la muerte. El no está para explicar nada solo para lanzar preguntas y construir sentencias. pedrocudriz@hotmail.com                     
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