jueves, 11 de agosto de 2011

EL FILÓSOFO



Santo Tomás de Villanueva. Cualquiera en la ciudad lo tilda de loco, y cualquiera es todo el mundo. Pero se les olvida que detrás de esta máscara de orate reciente hay otra manera de ver el mundo, una sabiduría que ha logrado atravesar las paredes de los siglos.

Puede llamarse lucrecio. Ezequiel. O tirano. Pero quienes le buscan el verbo, no buscan su sabiduría, sino “picar” la culebra de su boca. La ciudad lo ignora y le importa un bledo la ingesta de la cicuta. Corren ríos de alcohol y actos de corrupción cada minuto, pero su figura tranquila y su voz de sabio lejano, se pierde en la algarabía de la cultura de masas.

Nadie sabe quién es quién en esta pequeña ciudad, o si lo sabe, apenas cree intuirlo. Él, Ezequiel, que decidió la soledad como compañía, se construyó una identidad, una imagen inapetente o incorregible, perdurable entre la frágil memoria light de la horda contemporánea.

El cree que el mundo ha sido siempre así, cruel, salvaje, indiferente, injusto. “El mundo siempre ha sido así”, le escucha uno decir entre la vocinglería de una ciudad sorda por el ruido, mientras la noche devora la tarde con sus dientes de dracula invisible. Y su filosofía de vida (“la vida siempre ha sido así”; “la vida es una misterio para todo el mundo”; ”el mundo está hecho”; “ donde hay campanas hay pobres”; “el mundo es para pensarlo”; “la vida es una orden”) la escucha el que la quiere escuchar. Pocos conciudadanos están atentos a sus palabras o a la sabiduría terca de los años que brota de sus labios.

Y verlo sentado, en acto contemplativo del mundo, mientras éste se desgañita las narices por cumplir las tareas laborales impuestas por los jefes, nos genera un sentimiento de envidia buena. Él terminó al fin y al cabo zafándose (“el mundo es así”), de lo que la mayoría de los individuos de la ciudad no han querido o no han podido separarse: de la pesada carga de las obligaciones impuestas por otros.

La ciudad, la pequeña ciudad de olvido y amores eternos, no puede vivir sin ellos aunque termine ignorándolos; sin embargo, su vida aunque no quieran reconocerla sus compañeros de viaje, le sirve de modelo y los confronta, los reta y los ayuda a reflexionar. Cuando este hombre, marcado por una suma de años que lo aproxima casi al siglo, con un estado físico parecido al de un toro de lidia, expresa que “la vida es un misterio para todo el mundo” no está haciendo otra cosa que recoger los frutos de una experiencia que ha validado lo inexplicable en la vida de los seres humanos, porque así como hay cosas lógicas hay otras que no son razonables porque escapan a la tradicional lógica de los análisis humanos.

En un instante, un ataúd recorre la cuadra y las campanas de la iglesia le anuncian a aquel micro mundo la muerte de un vecino. Como en una de las novelas de Ramón Molinares, exiliados en Lille, la muerte se conjuga con el misterio de la vida. El filosofo sentencia el misterio y sólo espera que el otro, el interlocutor del momento histórico vivido, comprenda la lógica de la vida y la hondura ilógica de la muerte. El no está para explicar nada solo para lanzar preguntas y construir sentencias. pedrocudriz@hotmail.com                     
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