sábado, 24 de marzo de 2012

AQUÍ VIENE EL FLAGELANTE


Son las nueve de la mañana. Estoy acomodado en un taburete, en la casa de los Crecientes, lugar donde se domina visualmente todo el marco de la plaza. A esta hora comienzan a llegar los visitantes, a quienes veo pasar con su carga doméstica, caras largas y espaciosas. En este desfile de gentes hay niños, adultos mayores y jóvenes, mujeres de todas las edades y jovencitas dispuestas a soportar la soledad del sol de la mañana.

Vienen de todas las ciudades y pueblos del departamento del Atlántico, incluso de otros departamentos de Colombia. Entre los visitantes distingo a uno con cara de penitente, a quien sigo sin causar ninguna sospecha. La vigilancia comienza en la plaza principal del pueblo y continua por toda la calle de La Ciénaga hasta verlo culminar su manda.

Le pregunto por su nombre, me contesta que se llama Pedro Juan, así simplemente. Me informa que viene de Baranoa y con gesto de apariencia despreocupado se coloca el capirote o capucha que cubrirá su rostro mientras realiza el doloroso recorrido por “la calle de la amargura.”  Su rostro adusto, manifiesta en los relieves de la frente, un signo de preocupación. Le pregunto si está nervioso y sólo me responde  con un movimiento de cabeza afirmativo. El entorno está envuelto en un valle de silencio.

Observo a mi alrededor la aridez del Caño de las Palomas, sitio de dónde parten los flagelantes y otros mandantes; los rayos del sol hacen su fiesta en los cuerpos intrépidos que se atreven a desafiarlo, en especial en estos hombres y mujeres que se revientan la espalda por cumplir una manda. Aquí se paga la manda por dos razones: cumplirla por el favor recibido del Señor, o por la espera de un favor en el tiempo futuro, una especie de pago adelantado, acto de confianza, que es fortificado por la fe del creyente. “No importa, que no se cumpla,” me dijo hace años un penitente del patio. Entonces qué los mueve, le pregunté. “Nada más y nada menos que la fe” - contestó.

Santo Tomás en este marco del sufrimiento santo, es un lugar estigmatizado por la opinión pública, por la prensa regional, nacional e internacional. Mal que bien, sigue siendo a pesar de todo esto, un lugar de visita para muchos forasteros, que seguramente llegan a este lugar saturados por las expectativas, o por el aburrimiento que los circunda en vida, o tal vez por la aventura existencial de encontrase con algo que sobrepase todos los límites esperados.

A esta altura de la pasión flagelante, Pedro Juan ha terminado de vestirse con el uniforme usual del penitente. Le insisto para que me diga por qué escogió a Santo Tomás para pagar su manda. Me mira exaltado y con tono autoritario me dice que Santo Tomás, es un lugar santo. “Mire a su alrededor, no solamente estoy yo, también está el nazareno y otras mandas.” Lo de lugar santo me impresiona porque yo, que tengo más de 40 años de vivir en esta población no he podido todavía distinguir la santidad por ningún punto de la geografía municipal. Intuyo entonces, que este hombre bajo el síndrome de la fe ha intentado esclarecer su situación religiosa, la personal, pero no la de Santo Tomás.

En silencio y con su séquito, Pedro Juan inicia el camino de su pasión. La disciplina, que es una especie de látigo castigador, con tres bolas de cera en la punta, también está lista, igual la cuchilla nueva de afeitar, con la que se cortan las partes bajas de la espalda, la región dorso lumbar, una vez que los golpes del látigo o disciplina las hayan dormido. La botella de ron blanco, su liquido, se usa para mitigar el dolor y limpiar la sangre que brota de las partes afectadas. 

Los primeros golpes del látigo hacen estragos en la humanidad del penitente. El  séquito le grita que se pegue más duro y más abajo del lugar de donde viene haciéndolo. Al comienzo, el ritmo es doloroso y rápido, luego se empezará a calmar y tomará el ritmo exigido. Cuando Pedro Juan llegue al ritmo máximo de su concentración,  ya habrá controlado el dolor y su angustia.

Observo, en efecto, que hay otros mandantes e incluso que hay niños que sin la conciencia de lo que hacen, cargan,  vestidos de nazarenos y descalzos, una cruz simbólica que tal vez les malogrará la vida en el futuro, porque de estos niños surgirán los resignados para toda  la vida y de ellos los flagelantes. En esta tierra calcinada por el sol, se cocinan las raíces que darán lugar a la continuidad de esta tradición y en este sentido, siempre habrá promeseros porque El Cristo de estos mandantes continuará salvando a alguien del dolor de alguna enfermedad “incurable,” o de la cárcel.

En el camino, me tropiezo con una mujer hermosa y robusta, que con una pollera gigante y emblemática, blanca y con varias crucecitas de color negro, pegada a la tela, recoge la sangre que van dejando los penitentes en el camino; la observo pero ella es indiferente a la mirada del incrédulo.

 Pedro Juan sigue castigándose en su ruta hacia la salvación. ¿Salvación de él o de algún familiar? Esto no lo tiene muy claro; sólo sabe que ofreció una manda de flagelante por alguna culpa contraída antes de su nacimiento, que  ahora tiene que cumplir. (“Es el pecado venial. Pero ahora no sé de qué me estoy salvando” – me dijo dos horas después de la flagelación.)

Le observo y un promontorio de carne comienza a formarse en su espalda. Alguno de sus acompañantes le dice que todavía no está maduro para picarlo. Otro le sugiere que debe golpearse con mayor fuerza. El paso de Pedro Juan es equilibrado y alrededor de él se congrega mucha gente que lo sigue sin espabilar. Su cuerpo está molido por los golpes de la disciplina, pero el sudor que brota de su piel, es un buen síntoma de bienestar.

Pedro Juan me confesó que desconocía el origen milenario de la manda, sin embargo, estaba convencido que no existía otra sobre la tierra que exigiera tanto sacrificio para una fe que no permitía flaquear en ningún momento. “Este dolor fortalece el alma, y el espíritu.” Este penitente también desconocía las corrientes de opinión enfrentadas en el municipio. La corriente vergonzante que no quería saber nada de los penitentes, integrada por los profesionales arribistas de la población, identificados con los titulares de prensa, y otro grupo que creía que la flagelación era una variante de la identidad cultural de los tomasinos, “porque ya había penitentes cuando nosotros nacimos”, me confesó un miembro de la Casa de la Cultura. “Aquí hay penitentes como en otros lugares hay San Benito Abad, Cerro de Monserrate, etc. ¡Aquí hay flagelantes y qué!”

Las cortaduras realizadas en la parte inferior de la espalda de Pedro Juan, hicieron que varias plumas de sangre se derramaran a cántaros. La tela blanca empezó a tomar un nuevo color, el rojo, color que desorbitó los ojos de varios espectadores o dibujó un rictus de asombro, dolor o rabia, que sé yo. “No sé qué sentí,” me dijo una joven extranjera, impresionada por la sangre; otra joven, más religiosa que la primera, me informó que sintió una especie de mareo santo, el inicio de un viaje extraño por la tierra”.

Esta experiencia periodística, nueva para mí, me resultó fascinante. Estaba en todo el centro del hecho periodístico, religioso o sociológico. Nada dependía de nosotros, la flagelación y el resto de las mandas, ejercían su tiranía sobre nosotros, especialmente sobre mí, que me moría de incredulidad. Todo el estado de la racionalidad occidental había abdicado para dar paso al misterio, para no poder dar cuenta explicativa de un fenómeno religioso que sobrepasaba la razón, la ciencia y la tecnología, es decir, algo que no había servido para nada, ni para redimir al hombre, ni para salvarlo de la pobreza material y espiritual. Para nada.

La calle de La Ciénaga estaba emplumada de gentes, parecía un río humano solo perturbado por las olas que levantaba la barca de los flagelantes. A lado y lado de la calle, los vecinos aprovechan el viernes santo para vender licor o dulces que, en última instancia, los ayudaba a  ganar más dinero para poder socorrer la aporreada economía doméstica.

En el trayecto de la manda se encuentran siete cruces para que los penitentes cumplan el ritual exigido: Los pasos, los rezos y los cortes de piel. Cuando Pedro Juan llegó a la última cruz, su juventud no lo salvó del deterioro físico. Aquí, en este lugar, funcionó la primera iglesia, según la memoria oral de los abuelos. Hecha en bajareque y hojas de palma dulce. “Pensé que no iba a llegar nunca,” me confesó el flagelante. En esos instantes, prácticamente media pollera estaba teñida de sangre, y sus pies que estaban cubiertos con una película de suciedad, buscaban afanados la tibieza de la tierra hecha calma para el alma.

El hombre se descubrió la cabeza y unos ojos tranquilos y crédulos le dieron brillo al rostro. Pidió una cerveza, “una sola cerveza” advirtió. Un silencio extraño en aquellas horas hizo su aparición. Un murmullo de voces lejanas se escuchó en el paradero que servía de cantina. Inmediatamente las voces recobraron su encanto y la voz de Pedro Juan se escuchó como un lamento: “La flagelación es una vaina dura, inrrecomendable.” Eran las doce del día.

En este tiempo de descanso físico, como cuando uno juega un partido de bola de trapo intenso, que no da respiro a ninguno de los jugadores, Pedro Juan me habló de su vida ordinaria, “que no era mejor ni peor que las demás vidas. Soy bachiller y hago de todo para sobrevivir, desde hacer mezcla para construir una casa hasta labrar la tierra. A veces, me mata el aburrimiento y voy de un lugar a otro del pueblo, intentando no morirme de hacer nada. Mi mujer me apoya, ella es más creyente que yo, de vez en cuando vamos a misa, cuando se muere un vecino o algún familiar de nosotros. Mi vida sigue siendo igual antes y veinticuatro horas después de pagar la manda. Lo extraordinario es la manda de flagelante. No puedo contarle lo que me pasa este día, a pesar de que llevo tres  de cinco años. Esto que siento es misterioso. Desde el lunes santo, la espalda y todo el cuerpo, comienzan a rascarme, a pedirme, más bien a exigirme que me pique."

De regreso, tomamos otra vía que también da acceso a la plaza. La crucifixión, que presentaba la Casa de la Cultura, estaba al rojo vivo. Miles de personas rodeaban la obra de teatro. Me acerqué hasta donde las gentes lo permitieron, con los rayos ardientes del sol del mediodía quemándome la cabeza. La pasión de la obra desbordaba los límites de lo real porque un policía que observaba la escena de la crucifixión, amenazaba con dispararle a los que impartían látigos a Jesús. Afortunadamente, el compañero que tenía al lado, rompió el hechizo y el pobre hombre pudo regresar a los límites de este mundo.

Regresé a casa cansado, dispuesto a rescribir lo que acababa de  experimentar en la calle de la Ciénega. Esta fenomenología es el resultado de la pasión del viernes. Estoy absolutamente seguro, que el año entrante, con algunas variantes, por supuesto,  el viernes santo será otra vez objeto del mismo guión de la película de siempre. Ojalá, como decía un amigo mío, Jesús no se deje atrapar otra vez.

Dejamos la plaza atrás y salimos en busca de un lugar tranquilo, que nos permitiera seguir hablando de la pasión del viernes. Eran las doce y media del día, el sol ya había hecho estragos en mi humanidad y yo solo quería seguir haciendo los averiguamientos para poder salir de esta oscuridad. Mientras distraído observaba el paso de la gente, Pedro Juan, desapareció de mi vista, no de mi vida, porque él se convertiría en el flagelante de todos los años del futuro.

Ya tranquilo en casa, si se puede hablar de tranquilidad en estos casos, la escritura de este trabajo lo obliga a uno a meditar y a intentar ser preciso frente al tema candente de los flagelantes. Entiende uno la necesidad de revisar la historia del fenómeno, sus implicaciones en la identidad cultural de los tomasinos, la necesidad de abrir una cátedra  que revise la historia cultural de la población y la importancia de incluir esta práctica en la vida religiosa del municipio, revisando factores culturales, políticos, sociales, económicos, antropológicos, sociológicos y teológicos que nos permitan transformar estas prácticas, de tal manera, que estos hombres y mujeres del país se sientan verdaderamente incluidos en la sociedad colombiana, así como están incluidos los arzobispos, los senadores y los presidentes de la república.

 

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