lunes, 19 de marzo de 2012

El penitente del otro mundo


Nadie lo ha visto, pero todos lo han visto en los sueños de la imaginación de los abuelos, con un capirote o capucha blanca y transparente que le cubría todo el rostro, y con el torso y la espalda completamente descubiertos, descalzo y con una pollera que le cubría también las caderas y las piernas. Sólo los pies volaban al aire libre y bajo un ritmo de tambora donde el fariseo molía la tierra a través del golpe de su alma.

Tal vez esta imagen mitológica tenga origen en los retazos de realidad por la que tanto se ha filtrado la leyenda y la cuentería del lugar; yo también recuerdo cuando mi madre Encarnación y mi abuela Juana, nos contaban, bajo la luz tenue de las velas, la hazaña del hombre que sobrevivió al asalto de media noche del penitente del otro mundo. El espectro venía dándose azote en las horas peligrosas de la noche cuando un tal Jacinto Fontalvo (así se llamaba el hombre), asomó su rostro por la calle de La Ciénaga. Cuando llegó a su casa, y reventó con sus cuatro pechos la puerta de la calle, la cabeza le creció tanto que le reventó la conciencia. Cuando recordó su voz era incoherente y tardó tanto tiempo en recobrar la lógica, que fue necesario traerle el cura para que exorcizara el tiempo de la mala hora.

Bajo esta impronta fantasmal crecimos todos los de mi generación y no sé si agradecerles a los abuelos por haber estado en contacto con esta conciencia mágica del mundo, donde el miedo y la incomprensión de la realidad permitió el origen de estas formas extrañas y graciosas de los gnomos, de los espíritus, de los genios de la noche, incluso de hadas que persisten todavía en salvarnos o asustarnos.

El hombre de la región, especialmente el tomito, bajo la influencia de un mundo en absoluto rural, creyendo en el poder de una fuerza superior a la suya y bajo los poderes ilimitados y perturbadores del miedo, no solo creó a Dios (creer es de alguna manera inventar otra vez a Dios), sino que creó a otras criaturas poderosas que bajo el terror de la oscuridad poblaron la tierra y lo dominaron.

Así fue cómo surgió el penitente del otro mundo y las costumbres mitológicas de la semana santa: prohibido trabajar los viernes santos si no se quería ver correr la sangre de Cristo en el agua que bañaba el cuerpo; o en la piel del árbol que cortábamos para alimentar el fuego del fogón de tierra; igual ocurría con la comida, desde el jueves se dejaba de cocinar la única carne posible de cocción: la del pescado, que se acompañaba de verduras frescas, yuca o bollos de yuca.

Pero ya nuestra imaginación estaba poblada de seres fantásticos: el jinete sin cabeza, la troja, el mundo de las brujas, el caballo del otro mundo. Cuando llegaba la semana santa, especialmente el viernes santos, todos estábamos predispuestos a la sacralidad de las horas, pero también a creer en los seres raros que poblaban el pequeño universo nuestro. Recuerdo que nadie podía abandonar la procesión del viernes santo, si no quería ser atacado por cualquier de estos seres extraños, en especial por el penitente del otro mundo.

Era un mundo complejo y muy sencillo, que admitía bajo la inocencia de la simplicidad, la irracionalidad de seres de otros mundos que lograban convivir con nosotros como si fueran seres de verdad, seres terrestres; no lográbamos verlos pero todos los presentíamos y los percibíamos de carnes y huesos; algunas veces nos hacían extrañas señas y en otras nos tocaban el hombro y desaparecían bajo el terror de cualquier noche de asombros y miedos profundos.

En alguna ocasión, mientras hacía una micción en el patio prehistórico de la casa de los abuelos, una figura fantasmal parecía llamarme insistentemente; no logré saber quién era, porque bajo la perturbación de mi imaginación, huí despavorido del lugar donde me encontraba. Fue la última vez que se me presentó la oportunidad de entrar en contacto con uno de esos seres fantásticos que poblaban el patio de los abuelos.

En otra ocasión, tendría algunos catorce años, me pareció oír el gemido de alguien o de algo en el mismo patio de los abuelos; busqué entre la penumbra del patio y observé el visaje de algo que se movió como una centella; al día siguiente, muy temprano (6 a.m.) busqué las huellas de la criatura y no había ninguna clase de señal en la tierra arenosa del patio, sólo un pedazo de tela transparente (parecía parte del capirote del penitente del otro mundo), enganchado en parte de la cerca que daba acceso a otro patio vecino. Estuve casi convencido del fenómeno por la fecha del acontecimiento: jueves santo. Sin embargo, el pedazo de tela solo no significaba nada. Así que sólo me quedé con el susto de la noche anterior.

No sé si esos seres fantásticos siguen poblando la imaginación, aunque tal vez sigan observándonos desde los lugares comunes de la tierra, desde los puntos menos imaginados del patio o el cuarto de la casa. De cualquier manera, siempre tengo un pie en el susto y otro en la curiosidad. Seguramente cuando el penitente del otro mundo me logre saludar, yo estaré dispuesto a correr o a saludarlo como cuando saludo a mi peor enemigo.

Pedro Conrado Cúdriz, Miembro del centro de memoria de Santo Tomás, Atlántico.

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