El embrujo de
Cortázar
El juego, las excepciones hechas regla, su compromiso social.
Por: Fernando Araújo Vélez. De El Espectador.
Como un juego empezó a descubrir la vida mientras
caminaba y brincaba por las calles de Banfield y se inventaba Rayuelas sobre el
asfalto, uno, dos, uno, dos. Algo tenía que salirse de la lógica de los
mayores, pensaba. Tendría que haber leyes de la excepción, magia, fantasía,
verdad en la mentira, credibilidad en la ficción. Él jugaba, nada más. “Desde
niño todo lo que tuviera vinculación con un laberinto me resultaba fascinador
—explicaría muchos años después—. Creo que eso se refleja en mucho de lo que
llevo escrito. De pequeño fabricaba laberintos en el jardín de mi casa. Me los
proponía”. Su camino hacia la escuela era un laberinto. Él lo había diseñado,
piedra tras piedra, grieta tras grieta. En una esquina saltaba con un pie para
caer un metro más adelante con los dos. “Si por casualidad no podía hacerlo o
me fallaba el salto, tenía la sensación de que algo andaba mal, de que no había
cumplido con ese ritual. Varios años viví obsesionado por esa ceremonia, porque
era una ceremonia”.
Pasados 40 años, mientras escribía Rayuela, Julio Florencio Cortázar
llegó a pensar que la titularía Mandala, como el juego sagrado de los hindúes.
“Luego me pareció pedante y recordé que la rayuela es un mandala, sólo que los
niños la juegan sin ninguna intención sagrada”. Rayuela, mandala, laberinto,
juego, fantasía, lo sagrado y lo profano, lo místico, lo real, el humor —humor
negro— y la ingenuidad. La política, sus diversos rostros, el amor y sus
irónicos rostros. Cortázar mezcló la vida, su vida y la que vio, en sus libros,
y sus libros acabaron por parecerse a su vida. Todo laberinto, todo
impredecible. Su primer libro, Presencia, lo firmó con un pseudónimo, Julio
Denis. Con el mismo falso nombre suscribió un artículo sobre Rimbaud, en 1941,
y un relato que llevaba por título Llama el teléfono, Delia, publicado en El
Despertador, de Chivilcoy, el mismo año. Luego, cuatro años más tarde, firmó La
estación de la mano como Julio A. Cortázar, y pasados algunos meses, escribió
un ensayo sobre la poesía de John Keats bajo el nombre de Julio F. Cortázar.
Aquellos tiempos, cuando Cortázar aún no era Cortázar, fueron tiempos de
dificultades económicas, de ir de un lado para el otro y dictar clases. Pasó de
Chivilcoy, al sur de la Capital Federal de Buenos Aires, a Mendoza; de dictar
cursos, a hacerse cargo de tres cátedras de literatura francesa y de Europa
septentrional. En una carta dirigida a su amiga Mercedes Arias, decía: “Creo
que aquí estaré bien. Las clases las principié el miércoles pasado, y puede
figurarse la diferencia que significa dictar seis horas por semana (dos por
cátedra) y no dieciséis. Lo mismo en cuanto al número de alumnos; en tercer año
me encontré con una multitud compuesta por dos señoritas. Luego, el trabajo
universitario es hermoso, ¡por fin puedo yo enseñar lo que me gusta!”. Cortázar
hablaba en aquel entonces, años 40, de la poesía francesa y su incidencia en
las vanguardias del siglo XX, y dictó su primera charla en Mendoza, sobre Paul
Verlaine.
Los diarios mendocinos, Los Andes y La Libertad, reseñaron la
conferencia en sus páginas culturales. “Cortázar comenzó señalando la
imposibilidad de comunicar las características esenciales de una poesía, por
cuanto sus esencias son de orden personal y en modo alguno comunicables con
otro lenguaje que no sea el de la poesía”, decía una de las notas. Medio
irónico, y muy en serio, Cortázar criticó que su exposición hubiera sido
juzgada como “difícil”, y le preguntó a Lucienne C. de Duprat, la esposa de su
gran amigo por entonces, Sergio Sergi, “¿cree usted sinceramente que en un
medio universitario puede haber dificultades para alcanzar las simples, hasta
vulgares ideas que allí se expresan?”. Sergi era artista plástico, grabador, e
influyó en varios de los conceptos de Cortázar. Incluso, le escribió un poema,
Un goulash para el oso, que se iniciaba con un verso que decía “receta del
goulash, tómese un pedazo de estrella y una / ortiga”.
Sergi había combatido en la Primera Guerra Mundial con el ejército
austríaco. “En 1915 estuve en el frente, pero no maté a nadie y nadie quiso
matarme a mí”, diría, y confesaría que “la única valentía que tengo es la de
confesar mi cobardía, que es la condición biológica del hombre normal”. Dentro
de sus juegos, de nuevo irónico, pero veraz, y varios años después, Cortázar le
escribió una carta en la que le aclaraba: “Por otra parte presumo que usted
guarda cuidadosamente todas mis cartas, ya que en el futuro habrán de publicarse
en suntuosas ediciones y usted se beneficiará con menciones como ésta: ‘El
coronel Osokovsky, cuya fotografía no aparece aquí, fue uno de los
corresponsales más fieles del gran cuentista J.C.’. Ya ve su conveniencia de
guardar mis cartas. Por otra parte, si usted me manda todos su grabados, yo me
ofrezco a guardarlos celosamente, para retribuirle la atención”.
Cuando Juan Domingo Perón llegó a la presidencia, Cortázar renunció a
sus cátedras en la Universidad de Cuyo, Mendoza. No quería hacer parte del peronismo.
Luego, muy luego, aclaró en una entrevista que él había confundido el fenómeno
del peronismo, y por aversión a sus nombres, sus sujetos, había ignorado “que
con Perón se había creado la primera gran convulsión, la primera gran sacudida
de masas en el país; había empezado una nueva historia argentina. Esto es hoy
clarísimo, pero entonces no supimos verlo”. En el 46 retornó a Buenos Aires y
trabajó en la Cámara del Libro. Vivía solo, convencido de ser “un solterón
irreductible, amigo de muy poca gente, melómano, lector a jornada completa,
enamorado del cine, burguesito ciego a todo lo que pasaba más allá de la esfera
de lo estético, traductor nacional”. Su obra evolucionaría, desde allí, hacia
el compromiso social y las revoluciones de Cuba y de Nicaragua, y hacia las
Revoluciones.
“La verdadera cara de los ángeles / es que hay napalm y hay niebla y hay
tortura. / La cara verdadera / es el zapato entre la mierda, el lunes de
mañana, / el diario”. En los 60, Cortázar escribía ya a favor del negro y el
cholo y en contra del franco, que era Franco y eran todos los fascistas que en
el mundo hubieran sido y fueran, pero aún le quedaba la lucha. “Digamos que mis
decisiones políticas ya estaban tomadas y daban hacia la izquierda, pero no
pasaban de una opinión (…). En cambio, la revolución cubana me mostró, me metió
en algo que ya no era una visión política teórica, una postura política
meramente oral”, escribía. Luego concluía que tanta ofensa, tanta humillación,
debían desembocar en algo, “hay que hacer algo y tratar de hacerlo”. Lo hizo
con sus libros y sus palabras. Con ellos, por ellos, taladró conciencias,
transformó pensamientos, cambió vidas, aunque tal vez no lo llegara a saber.
Oliveira, su Horacio Oliveira de Rayuela, decía: “Nadie negará que el
problema de la realidad tiene que plantearse en términos colectivos, no en la
mera salvación de algunos elegidos. Hombres realizados, hombres que han dado el
salto afuera del tiempo, y que se han integrado en una suma, por decirlo así...
Sí, supongo que los ha habido y los hay. Pero no basta, yo siento que mi
salvación suponiendo que pudiera alcanzarla, tiene que ser también la salvación
de todos, hasta el último de los hombres. Y eso, viejo... Ya no estamos en los
campos de Asís, ya no podemos esperar que el ejemplo de un santo siembre la
santidad, que cada gurú sea la salvación de todos los discípulos”. Cortázar
cedió derechos de autor en pro de Nicaragua, se enfrentó a unos y a otros,
pues, como solía repetir, “jamás escribiré expresamente para nadie, mayorías o
minorías”, y fue en sí mismo una revolución estética y literaria. Sin lo
sagrado del mandala, pero con el juego de una rayuela, siempre.
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