Uno no sabe a la larga cómo la flagelación nos jodió la vida
La búsqueda
Supongo que
el arte asume otra mirada de la realidad. ¿Poesía? ¿Belleza? Nunca defensa de
nada. Simplemente goce o deleite. Acto gratuito para los ojos del alma. No es
el espectáculo masivo de la carne en exposición pública, sino la experiencia
cultural o el acumulado histórico de la supervivencia inocentes de las gentes
tomasinas. Entonces se busca que el observador identifique el cuerpo del
flagelante como el territorio de almas del pueblo.
Los pies
Una película turbia los cubre de pies a cabeza, mientras se agigantan en mi
memoria; los he visto siempre, los del abuelo Nolasco, pies campesinos, y
también los del flagelante, o los pies del profesor Moncayo, justos y
marchantes en su tiempo por la dignidad de la nación. Puede que sea una
fotografía de los años 70, en la revista Alternativa, pero son esos pies
gigantes los que ahora recupera mi memoria. Casi no caben en la página ni en
mis recuerdos; el talón calloso, fuerte como un roble, con las señales de la
guerra, de la lucha con y por la tierra. Poco a poco la otra guerra acabó con
ellos y les quitó la tierra. Cuando veo algunos en las calles de Colombia, los
distingo por la callosidad, por la fortaleza del roble, o por las goteras de la
sangre, pero ya no hay tantos árboles en la ruta. Esta clase de hombres se han
ido y no nos hemos dado cuenta. La vida también.
La sangre
Corre por las avenidas, las ciudades y los barrios interiores del hombre. A
veces se desborda su cauce y el corazón amenaza con estallar. Con cada zancada
hay barrios que desaparecen arrastrados por el oleaje y la fuerte corriente
descendiendo de la montaña a mil metros por segundo, mientras los pasos se
aceleran en la arena ardiente de la calle de La Ciénaga; el calor sofocante
penetra la piel y adelgaza el espesor del viscoso liquido rojo para que fluya
con mayor fuerza hasta que alguien se atreva a iniciar el ritual de los golpes
en el mayor de los territorios, una, dos, tres y cien veces, y de pronto un
corte, y el chorro, una pluma, el manantial y la sangre fluyendo a borbotones
por la llanura, gritos, asombros, silencios, desmayos, y el gentío con sus ojos
de piedad observando otra vez fluir la sangre en un escenario público y en un
territorio vivo, brotar a voluntad, provocado por unas manos donantes o
sanantes, y la sangre otra vez imparable y golpe a golpe no dejará de correr o
danzar con el flagelante, dos pasos hacia atrás y tres hacia adelante y hasta que la pollera se tinture del rojo
sangre, de ese rojo que palpita adentro de cada observador del viernes santo, o
del que cae acribillado en cualquier esquina de Colombia, o de aquellos jóvenes
enamorados, que ardiendo de fiebre de besos y a punto de colapsar de amor, se
buscan con los ojos, con los brazos, con las manos y con los restos del cuerpo, y hasta que el territorio, en
especial las venas, se cansen de regalarle al mandante el líquido espeso que
atrae al otro, la sangre no dejará de brotar del territorio humano. Y quizá
esta sea la misma sangre de las corralejas y las galleras, la misma sangre por
la que la multitud se cita para disfrutar o compartir los mismos sentimientos o
emociones que depara el territorio, o ver la sangre correr entre las astas de
un toro y observar la vieja piel del pobre hombre herido por las cuchillas
flagelantes de la desesperanza.
El territorio
No son los huesos, ni la sinrazón, es esta fortaleza, que aceitamos todos
los días en los gimnasios, la embellecemos y la cuidamos con esmero en los centros de cirugía estética de la ciudad; o
es esta carne débil que florece en cada acto
amoroso y luego se derrama en la fisiología de un orgasmo puro o fingido
de amor; o es aquella escatología del desfogue diario, vieja condena humana de
la humildad y los apurados sacrificios del cuerpo; o es la eterna tortura
corporal de los infantes, adobada por los supuestos amores maternos o paternos;
o es esta manera creativa de martirizar la estructura del cuerpo para agradecer
a un dios sonriente, lo que la mente y la ciencia no han podido subvertir.
El rostro
Viejo como una montaña sagrada, sin lujos ni grandes prodigios naturales,
simplemente las pendientes por donde se precipitan los ríos de la esperanza y
aquella misteriosa corriente de fe, con la que ha sido imposible trasladar la
montaña, moverla a otros lugares de alegrías eternas. Quizá sea el espejo del
territorio con sus dos gotas de agua salvaje, dos gatos negros para asustar a
la muerte.
Las manos
Es la parte del territorio más llano y el menos pretencioso de todos, el
descanso de las arterias; un camino para sanar, tocar, herir y fundir el alma;
en la ruta de la sanación quizá se atrevan a herir el cuerpo con aquellas
manos, que al tocar la guitarra fracturan los silencios; no es intencional ni
tampoco inocencia, es el deseo de curar el que procura el ensayo, o la ciega
tradición de unas maneras de ser que, en la circularidad de la vida poética, se
procuran la magia de la supervivencia.
Dios
Todavía no he podido encontrar en todo el territorio, las evidencias de la
existencia de dios; no las he encontrado en nada, ni siquiera en la creación
del acné, seguramente hecho para el asombro. Lo que he logrado capturar son
otras evidencias, el esfuerzo diario y sobre humano del hombre por reinventarlo
y luego conservarlo, memorizarlo y amarlo por encima de sí mismo y luego
consumirlo como a la Coca-Cola.
El alma
Es lo más misterioso del territorio y persiste oculta en las conexiones
neuronales del cerebro, una ilusión o realidad metafísica para afrontar la
vieja animalidad humana. El mito del ser. Y señales no hay. Sin embargo, están
los mojones espirituales a la vera del camino: las cruces en el cuerpo, la
sangre derramada con sentido familiar, el capirote, la disciplina, la pollera.
Extraño, pero así ha sido el hombre en
todos los tiempos.
El infinito
Nadie puede pensar que el cuerpo no tiene límites si son evidentes los
atajos libertarios del territorio, la búsqueda y los ensayos para probar su
inocencia, viaja manía del rebelde para escapar de los conquistadores. Y no es
la disciplina o el látigo la amenaza, es la imposición papista la que pone en
peligro los límites territoriales, la madurez del ciudadano.
El dolor
El sufrimiento y la sangre son toda una mancha en el continente, un invento
para las expiaciones de las culpas, o el martirio proporcional para castigar al
enemigo enfermo, el discurso cultural del cuerpo para aceptarse como
territorio. La punzada interna, la herida apenas provocada para la historia. El
dolor soportado para soñar que somos diferentes, extraña manera de ser otro.
No hay comentarios:
Publicar un comentario